Pasadas las elecciones en Colombia y Perú, a falta de una definición en las polémicas elecciones de México y la a espera de las presidenciales en Brasil, Ecuador, Venezuela y Nicaragua antes de finalizar el 2006, el escenario político latinoamericano juega sus últimas cartas en su redefinición, al menos en el corto plazo. El reto fundamental de la nueva configuración regional futura será lograr una convergencia de posiciones políticas que, de otra forma, podría derivar en un mayor debilitamiento político de la región y el colapso de los bloques sub-regionales.
En Economía, la llamada teoría de la convergencia sostiene dado que, en promedio, las tasas de crecimiento de los países en vías de desarrollo son mayores a las tasas de crecimiento de los países desarrollados, esto determinará en el largo plazo una convergencia de las economías. La experiencia empírica muestra que a excepción de China e India (con enormes y sostenidas tasas de crecimiento desde hace décadas), más que una convergencia se trata de una alarmante fluctuación, con valores muy altos algunos años seguidos por valores inclusive negativos en otros. América Latina es el ejemplo emblemático de esta inestabilidad económica, resultado en parte de su inestabilidad social y política, o viceversa.
El año 2006 representa un punto de inflexión en la redefinición política del continente. Además de la trascendencia simbólica de la asunción al mando de Evo Morales en Bolivia y Michelle Bachellet en Chile como representantes de grupos, indígenas y mujeres, históricamente marginados en la sociedad latinoamericana, las elecciones presidenciales de este año son un prefacio de lo que vaya a suceder, en el tablero político latinoamericano en la próxima década.
Desafortunadamente, el actual escenario encuentra, una vez más, una América Latina profundamente dividida: No estamos frente a un esquema bi-polarista, izquierda o derecha, como algunos analistas acostumbrados por tradición a tal división proponen ver, con una mancha roja que cubre el continente a excepción del llamado “eje del pacífico”. Hoy, la denominada izquierda latinoamericana no existe en la práctica como concepto político ya que son muy diversos los factores que la originan e influyen. De esta forma, la “izquierda moderada” de Bachellet, Lula y Kirschner responde a factores tan diversos entre sí como la ya arraigada apertura comercial en el caso chileno, la consolidación de Brasil como la economía líder del continente y el re-encaminamiento de Argentina después del descalabro económico de diciembre de 2001. Lo mismo pasa con el ala denominada “radical”: uno se pone a pensar si en definitiva la Venezuela de Chávez – de la misma forma que la Cuba de Fidel – será la misma después de la muerte del “padre de la revolución”. Inclusive la tendencia indigenista en Ecuador o Bolivia responde a factores disímiles con una participación activa de las fuerzas armadas en el caso ecuatoriano en contraposición a un soporte popular alto de los movimientos sociales y un “acomodamiento” de las fuerzas militares en el caso boliviano.
Del otro lado, las recientes elecciones en Colombia, Perú y México demuestran que el continente tiene todavía un largo camino que recorrer para lograr uniformar una posición. Si bien Estados Unidos encuentra en García y Uribe dos aliados estratégicos, esta alianza es bastante limitada como el mandato de gobierno de estos gobernantes. En el caso peruano, el electorado eligió al “mal menor” como ellos mismos llamaron a García, luego de su nefasto gobierno durante los años ochenta y una estrechísima diferencia con la liberal Lourdes Flores en la primera vuelta, y la victoria ante un nacionalismo de Ollanta Humala, que recuerda más bien a la infeliz onda populista que tanto mal le hizo al continente en décadas pasadas (recuérdese al mismo Alan García en Perú, Abdalá Bucaram en Ecuador o Carlos Saúl Ménem en Argentina). Así, el electorado peruano no eligió García por García, sino por dar un no a Humala.
La Colombia de Uribe, el aliado más importante para Estados Unidos en este momento, es un caso especial, debido a la situación guerrillera que se mezcla las veces con el problema mayor del narcotráfico. Así, el aplastante apoyo recibido por éste - por encima del 60 % en la primera vuelta - demuestra que antes de una definición política los colombianos tienen como prioridad la política de seguridad que, más allá de cuestionamientos justos de derechos humanos, Uribe les otorgó. Finalmente México, que resume la fragmentación latinoamericana, muestra su profunda división política, con una estrechísima victoria (0,58%), pero victoria al final, del candidato derechista Felipe Calderón, frente a una posición intransigente de López Obrador a admitir la derrota, denunciando un supuesto fraude, solicitando un nuevo conteo “voto por voto, casilla por casilla” y llamando a una Convención Nacional Democrática para el 16 de septiembre, en contraposición a la supuesta “república simulada” de Fox y compañía.
La inestabilidad y división internas se expresan también en la definición de bloques, pero las alianzas dependen del escenario en el que se discutan: Si en el plano político Colombia y Venezuela están polarizadas, su total dependencia comercial esta fuera de discusión. De la misma forma, el Uruguay del izquierdita Tabaré Vásquez no se ha inmutado a aceptar un negocio de la industria papelera totalmente rechazado por supuestos efectos ambientales del otro lado del Rio de la Plata, en Argentina. El mismo Lula se ha encontrado frente a la disyuntiva de proteger en plena campaña electoral, a la principal compañía estatal brasileña (PETROBRAS), afectada por la nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia, o mantener el apoyo político a Evo Morales. Finalmente Chile, que declaró su relación con Argentina como una “Alianza Estratégica”, quedó perpleja al saberse la “variable de ajuste”, luego del recorte de los envíos de gas y el aumento de los impuestos a la exportación a la benzina que decretó la Administración Kirschner.
En definitiva, no existe un solo mapa de la reestructuración latinoamericana, sino que se marcan fronteras dependiendo del ámbito y los intereses en juego. Un elemento persiste empero: La política discrecional y, por ende, la falta de una agenda de convergencia, imprescindible para encaminar un desarrollo conjunto.
¿Qué implica la convergencia? Básicamente, pasar de políticas discrecionales, aisladas y con un bajo o nulo nivel de coordinación entre los países, a una agenda de largo plazo, regional, estructural e “inmune” a los cambios de gobierno. Obviamente esto implica redefinir procesos como la reducción de las desigualdades, la introducción de mecanismos efectivos de participación, el combate la corrupción interna y la necesidad en la inversión en programas sociales, entre, que si bien aparecen en los programas electorales cada cuatro a seis años, se cumplen siempre a medias o la medida de los intereses particulares. La convergencia quiere decir plantear mecanismos efectivos de cooperación y coordinación que tengan poder efectivo de influencia sobre los países, hecho que no se corrobora hoy en la Organización de Estados Americanos, o en el Parlamento Andino en el caso de la CAN. ¿Quiere decir esto quitar soberanía a los países? Depende. La agenda debería fijar metas, más que medios los que estarían definidos de país a país, pero a diferencia de la Metas del Milenio de las Naciones Unidas, también debería fijar mecanismos de control, y, potencialmente, de “premios”, compensaciones y eventualmente penalización. Por esto mismo, es necesario que en los entes supranacionales haya participación activa de la sociedad civil que, en general, tiene más compatibilidades que los gobiernos considerados aisladamente (pienso en los movimientos ambientalistas, feministas, etc.), pues ésta le brindarían la continuidad necesaria, a pesar de los cambios de mando.
Nada de lo dicho anteriormente es nuevo. De hecho, y tomando el ejemplo de la Unión Europea (con todas sus contradicciones internas), creo posible la conformación de un bloque, con diversos grados de cohesión, dependiendo del ámbito, pero actuando coordinada y coherentemente. Sólo así se podría escapar de populismos inoperantes, de liberalismos ortodoxos y de otras formas de radicalismos. Es hora de pensar en una teoría conciliadora, capaz no de uniformar lo diverso, sino de reflejar la heterogeneidad estructural latinoamericana y de lograr no sólo su coexistencia, sino su convergencia.
*Artículo escrito durante una corta estadía en México, entre julio y septiembre de 2006.
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